La única mujer que es
verdaderamente dueña de su destino es la que trabaja. Sin embargo, muchas son
las que aún se muestran rebeldes a esta manera exclusiva de adueñarse del
porvenir.
Las hay que conservan el
alma esclava, que prefieren cualquier situación humillante y deprimente antes
que trabajar.
Otras hay que se conforman
con ser una rémora en la familia, y dejan pasar la vida en horas perezosas e
inútiles antes de afrontar el trabajo.
No falta aquella que aún
cree que el primer deber del hombre, padre, esposo o hermano, es ganar dinero
para que ella lo gaste…
Hay quienes suponen que el
hombre es una máquina que produce billetes de banco, y si la máquina no es
fructífera ellas se incomodan y agriadas pasan la vida de mal humor. No falta
aquella que ve en el matrimonio la única solución, y entonces procura alcanzar
a aquel que mayores ventajas y comodidades le ofrece. En estos casos el amor
queda de lado; el amor, que es lo más sagrado de la vida y lo esencial en la
unión matrimonial.
La vida moderna abre mil
puertas a la dignidad femenina: el trabajo, el comercio, la industria y la
ciencia están al alcance de la mujer. Si la mujer no trabaja es porque no
quiere o porque le falta orgullo, independencia y decoro.
Valerse a sí misma,
solventar su vida propia es una satisfacción que se ramifica en muchas otras
satisfacciones.
Trabajar es utilizar la
existencia, la inteligencia y la salud; es ahorrarse pesares, es alejarse del
más grande de todos los peligros: el aburrimiento, que es la ventana por cuya
rendija entran los malos vientos y las malas ideas que desvían a la mujer de
los caminos del bien.
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