2 de diciembre de 2011

LA MUJER Y EL TRABAJO.


La única mujer que es verdaderamente dueña de su destino es la que trabaja. Sin embargo, muchas son las que aún se muestran rebeldes a esta manera exclusiva de adueñarse del porvenir.
Las hay que conservan el alma esclava, que prefieren cualquier situación humillante y deprimente antes que trabajar.
Otras hay que se conforman con ser una rémora en la familia, y dejan pasar la vida en horas perezosas e inútiles antes de afrontar el trabajo.
No falta aquella que aún cree que el primer deber del hombre, padre, esposo o hermano, es ganar dinero para que ella lo gaste…
Hay quienes suponen que el hombre es una máquina que produce billetes de banco, y si la máquina no es fructífera ellas se incomodan y agriadas pasan la vida de mal humor. No falta aquella que ve en el matrimonio la única solución, y entonces procura alcanzar a aquel que mayores ventajas y comodidades le ofrece. En estos casos el amor queda de lado; el amor, que es lo más sagrado de la vida y lo esencial en la unión matrimonial.
La vida moderna abre mil puertas a la dignidad femenina: el trabajo, el comercio, la industria y la ciencia están al alcance de la mujer. Si la mujer no trabaja es porque no quiere o porque le falta orgullo, independencia y decoro.
Valerse a sí misma, solventar su vida propia es una satisfacción que se ramifica en muchas otras satisfacciones.
Trabajar es utilizar la existencia, la inteligencia y la salud; es ahorrarse pesares, es alejarse del más grande de todos los peligros: el aburrimiento, que es la ventana por cuya rendija entran los malos vientos y las malas ideas que desvían a la mujer de los caminos del bien.

Silvia Watteau.



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